Aquel día lo había pasado llorando, mientras mi madre me arrastraba con su mano izquierda por las calles más laberínticas de Meah Shearim, tirando de mí como de un abuelo testarudo y apartándose continuamente el sudor de la frente con el dorso de su mano derecha. Su vientre abultado nos llevaba casi medio metro de ventaja –unos ocho meses- y tiraba con fuerza de mi madre, que ante mis ojos lluviosos aparecía como una letra ב coronada por una cabeza amable, sudorosa, suspirante y envuelta en un pañuelo que horas antes se habría colocado con sumo cuidado y que le daba garantías frente a la familia y frente a Adonai, haciéndole parecer aún más digna, más respetable, más judía, más mujer. Todo eso representaba aquel inocente atuendo, aunque para entonces pensaba que era parte de ella (o quizá fuera más bien al contrario)
- Malka, si dejas ya de llorar te prometo que invitaremos a tu primo Shmuel a la cena de Shabbat.
- No te creo – dije yo, insolente, sin parar de llorar.
Mi madre respondió con una mirada fría, dura, soltando repentinamente mi mano y abandonándome a mi suerte en medio de la calle. Para su sorpresa –pues no dejaba de mirarme de reojo- enjugué mis ojos y eché a andar en dirección contraria, estirada y orgullosa de mi nuevo, aún inexplorado momento de independencia y sin molestarme siquiera en mirar hacia los lados. La calle entera era para mí un camino en el que todo el mundo tenía que apartarse, cediéndome el paso, con independencia de si se trataba de un rabino o un goy, los dos extremos en que se dividía la sociedad que me abrazaba por aquellos años. Con la vista al frente, a mi paso oía risas de unos, murmuraciones de otras..., y con mi cabeza veía cómo las tiendas se iban cerrando a mi alrededor, con cadenas que abrazaban las rejas de las puertas y se despedían del tendero con el golpe seco del candado, hasta el día siguiente, hasta el jueves. La calle por la que caminaba –que, aunque estrecha, era una de las más importantes del barrio- parecía ser en mi imaginación una interminable serpiente surcada por otras calles angostas que la atravesaban ferozmente como dagas muesas que dejaban un rastro seseante de calles gastadas y aceras mordidas por el tiempo. Iba a girar por la primera de ellas, atraída por la belleza de una de sus ventanas, cuando sentí un fuerte golpe, sordo y masculino, de una mano que chocaba contra mi cuerpecito de seis años, para asirme después del brazo, alejándome de mi vano intento de perderme por el barrio más ortodoxo de Jerusalén, y sumiéndome de nuevo en un llanto incontrolable. Esta vez, sin embargo, la mirada de mi padre me calló. Lo decía todo con los ojos, que eran los míos. Anduvimos el resto del camino en silencio, sin mirarnos el uno al otro, y cuando recogimos a mi madre donde yo la había dejado, ésta se dirigió a mí sin mirarme:
- Acuérdate de que no hubo ninguna promesa.
Yo, que había alzado los ojos hacia ella para mirarla, volví a dirigir la vista hacia el lomo de aquella serpiente perdida en Mea Shearim, mientras mi corazón ardía de rabia y de pena. Mi primo Shmuel era el primogénito de mi tía Rivka y el tío Alon –Rabbi Alon-, y no sólo le tenía un inmenso cariño, sino que mi admiración por él me había hecho incluso escaparme de casa para intentar convencerle de que no ingresara en el ejército. “Inútil, Malka” – me había contestado él, sin dar más explicaciones. Desde que tengo memoria, Shmuel había sido un niño rebelde, descarado a los ojos de la familia e indiferente al constante escrutinio que le suponía vivir rodeado de judíos jasídicos, cuya intransigencia era tan pasional como el trance de sus bailes y cantos, que se perdían en el tiempo y en el espacio y transmitían a quien los veía una sensación de agujero negro, de remolino repentino y esporádico de locura y éxtasis que te hacía perder la mirada hasta que ésta quedaba flotando en el aire y bailaba al son del clarinete, al que se oía canturrear en yiddish. El hermano de Shmuel, mi primo Eyal, virtuoso del violín y amante de nuestras milenarias tradiciones, de los shofarim y las menorahs, de sus tefillim y sus tallitim, de su kipah y sus peoth, de la poesía sefardí y de los cuentos jasídicos, de la tradición halájica y del folklore tradicional, se había alejado de la vida secular tan pronto como advirtió las tentaciones de ésta, que se le antojaban pequeñas y casi imperceptibles termitas que acabarían por carcomer su alma de justo y convertirían su corazón en una estatua de sal, expuesta a un derrumbe al menor golpe. Yael era alto y delgado, de cabellos morenos y rizados y con unos infinitos y acristalados ojos azules que parecían cuatro de tan profundos que eran. Sus gafas, invisibles a las miradas despistadas, tenían el color del aire y filtraban todo aquello que Yael –ávido jerosolimitano del primer cuarto de siglo – copiaba en su retina como los girasoles recogen la luz del sol; en sus caminatas hasta el muro de las lamentaciones, mientras las composiciones de Szymon Goldberg resonaban en su cabeza de yiddish alemán, su mente israelí adivinaba en los turistas períodos latentes de nostalgia por la tierra prometida, en sus rabinos una búsqueda indigente por nuevos debates talmúdicos que parecían haberse perdido en tierras de la diáspora, y en los nuevos intelectuales unos seres profundos pero vacíos, como quien cava una tumba para acabar dándose cuenta de que no puede salir.
lunes, 14 de enero de 2008
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