Algunos sábados o en la fiesta de sukkot, Eyal solía acordarse de viejos chistes judíos que, como si fuera un anciano, contaba una y otra vez hasta que él mismo se daba cuenta de que nadie reaccionaba ya con la misma carcajada del principio:
- ¿Entiendes? Es humor judío- decía, como si su interlocutor estuviera obligado a apreciarlo por tal condición.
- Es siempre el mismo humor judío- contestaba mi padre, siempre escueto.
Si las horas pasaban sin que nadie hiciera ningún comentario de la Torah o de la Mishná durante ese tiempo de oración, sumido cada cual en un pronto Eyal rompía el silencio y demandaba alguna chanza que rompiera el hielo:
- Por lo que parece las termitas seculares no acabaron con tu justicia judía pero sí con tu humor y tu juicio, que han mermado nuestra posibilidad de crecer en la sabiduría de Adonai, hasta el punto de parecernos alfileres que desgarran el velo limpio y elevado del Shabbat.- dijo mi padre, esta vez en tono más serio.
- Honremos a Adonai, Eyal, olvídate de esas interrupciones laicistas que no saben dividir el tiempo con cordura y aprovecha estas horas de estudio para meter algo en esa cabeza tuya- añadió Rabbi Alon, que siempre me pareció el más anciano y sabio de todo el barrio judío, y a la vez el menos estricto y más bondadoso de los rabinos- ¡y tráeme un poco de jalot! Tus impertinencias me abren el apetito... decía guiñándole el ojo y procurando que su hermano (mi padre) no advirtiera su gesto burlón. Él, sin embargo, le lanzó una mirada inquisitoria que a Alon le provocó una sonrisilla traviesa, casi infantil, sumiéndole de nuevo en la lectura atenta.
Recuerdo aquellos días infinitos como gotas impacientes atrapadas en un viejo grifo estropeado, cayendo con calma y estrellándose contra la superficie sin que nadie pareciera darse cuenta. No importaba que la semana hubiera estado llena de acontecimientos de júbilo o que una pena espesa hubiera cubierto nuestras casas, no importaba que a Rivka se le acumularan infinidad de vestidos que coser para sus innumerables clientas ni que Yael se las tuviera que ver con incontables e insondables partituras, que a veces se me antojaban hormiguitas sobre un lienzo inmaculado. Si no importaba esto ni importaba la necesidad de un paseo por la ciudad, de adelantar trabajo para el domingo, de cambiar las sábanas..., si en Shabbat sólo honraba a Adonai el vestirse con nuestras mejores galas, fortalecer lazos con la comunidad, leer los libros sagrados, recitar el Shema y las bendiciones propias de tan importante día, cantar hasta alcanzar el cielo y mientras tanto poner mente y corazón en las manos de Adonai, entonces el resultado era cualquier viernes en Mea Shearim. Y allí estaba yo, naturalmente, encendiendo las velas semana tras semana, cubriendo mi cara con mis manos y tendiendo un puente entre Adonai y nuestra mesa engalanada de la calle desconocida, vestida de fiesta y ofreciéndonos vino especial para Shabbat, empanadillas, kugel de patata y cebolla, de manzana...; todos estos suculentos alimentos me parecían estar en blanco y negro hasta que una sencilla frase los dotaba de mil colores:
“Bendito seas, Dios nuestro Señor, Rey del Universo, que nos has santificado con tus mandamientos y nos has ordenado encender las luces del Shabbat”
Tras esto, todos sonreíamos y las mujeres esperábamos a que los hombres bendijeran el vino y cantaran, mientras una mujer gentil, con el objeto de que ninguno de nosotros hiciera ninguna labor en tal día, se ocupaba de servir y recoger cuanto íbamos necesitando. Como digo, esto daba luces y sombras a la semana, la hacía revivir con sus cánticos y su guiño de eternidad y trascendencia, y al mismo tiempo la oscurecía con su silencio y su oscuridad (no teníamos luz eléctrica y sólo contábamos con la que nos proporcionaban unos cuantos candelabros estratégicamente colocados y sólo prendidos durante cierto tiempo) El Shabbat era como una novia que cubría con la cola de su vestido a todo el barrio e incluso a Jerusalén en muy buena parte, y que nos adormecía con su vino y con su paz, para irse dejando el rastro de tres luminosas estrellas que daban la bienvenida a la nueva semana. Como una gota de agua. Como una inevitable, omnipresente gota de agua que me dejaba sedienta.
miércoles, 6 de febrero de 2008
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1 comentario:
Ya parecía que no continuabas la historia...
Me gusta!
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