miércoles, 5 de marzo de 2008

Malka (parte III)

Mi barrio es la perla de Jerusalén. Un pequeño barrio ultraortodoxo que cuidaba a sus judíos austeramente y los hacía convivir en paz en grandes comunidades que se daban la mano de acera a acera. Es una perla negra como las casas que la componen, negras por el tiempo y por el olvido del mundo secular de sus alrededores, negra como las juntas de las puertas, los recovecos de las calles y las inscripciones en algunos de sus muros, como mi vestido, mi pañuelo más riguroso, mis zapatos, mi bolso antiquísimo, mis ojos... negra como el pasado que habitaba en los corazones y la memoria de todos los que allí estábamos, felices por encontrarnos a salvo y al mismo tiempo cargando con una pesada maleta de recuerdos por los que habrían cruzado los mares a nado de haber sabido de una tierra en ciernes a salvo del odio antisemita. Europa, incluso en la Jerusalén que habita en la mente de un habitante de Mea Shearim, seguía significando para muchos la vergüenza y la pena, el expolio y el exilio, el exterminio y el extravío de las inagotables esperanzas de una convivencia en paz con los cristianos.

Para mí, que oía contar historias de las guerras prácticamente cada día, y a quien se le recordaba continuamente lo que significaba cada cosa que poseía, lo valioso que era poder colgar mi bolso raído del brazo porque significaba que aún tenía un mínimo derecho a la propiedad, la alegría que debía sentir de camino a la sinagoga, cuánto debía apreciar cuanto a mí nunca llegó a parecerme natural... para mí, sólo existíamos mi identidad y yo, dos seres aparte que siempre se encontraban. Continuamente durante la comida, en la galería del templo, paseando o de camino a la escuela o hacia cualquier encargo, me entretenía a hablar con mi identidad, que curiosamente no se me parecía demasiado. A veces, mi identidad declinaba mi invitación y hacía que me las viera con continuos pensamientos de aislamiento incluso dentro de mi nutrida comunidad; hacía que en ocasiones mirara a mi alrededor buscándola, sin que hubiera manera posible de dar con ella durante largo tiempo, y me dejaba huérfana durante semanas, hundida en mis sórdidos pensamientos y obligándome a forzar mi sonrisa. Cuando volvíamos a encontrarnos me resultaba incluso difícil reconocerla y necesitaba hacer verdaderos esfuerzos para volver a bailar con ella en la rutina diaria, necesitaba que me sedujera y devolviera la sonrisa a mi rostro, necesitaba que me hablara, ablandara mi corazón y me llevara de la mano a mis antiguos quehaceres en Mea Shearim. Era entonces cuando me calmaba y mi cabeza dejaba de dar vueltas, cuando podía descansar y sentirme más entera.

Uno de los pocos que daban color al puzzle que era mi barrio, donde todo parecía encajar, era mi primo Shmuel, hermano de Eyal, de Daniel y de Shlomo. Shmuel, de cara y cuerpo espartanos y de mirada cortante y rápida como la de un animal acorralado, era mayor que Eyal pero más joven que Daniel y Shlomo. Era la oveja negra de la familia no sólo por su tez morena resultado de sus escaramuzas con el sol del Néguev, sino también porque fue el primero en dar la espalda a milenios de tradición y a miles de esperanzas puestas en él; entendía que la lucha por un Israel más fuerte se haría desde el socialismo agrario de los kibbutzim y no desde las polvorientas y crujientes sinagogas en las que predicaba su padre. A edad temprana ya tenía su particular opinión sobre lo que él llamaba el ‘sionismo religioso’, y tenía claro que su sionismo tenía mucho más que ver con el de los padres de la nación, Herzl y Ben Gurión, o el de Meir, y que los tsabra y no los judíos jasídicos eran quienes legitimaban el poder y la existencia de un estado que, por otra parte, ni siquiera mencionaba a Adonai en su constitución.

- Qué le voy a hacer –decía Rabbi Alon, cruzando las manos sobre su vientre y moviendo su cabeza de un lado a otro-, al menos no se ha alejado de Baruch Hashem.

- ¡¿En un kibbutz?! – preguntaba mi padre escandalizado.

- Más lejos está la diáspora, y millones de judíos llevan a Adonai en su corazón – contestaba Alon sin mover un solo pelo de su larga barba y sin levantar sus ojos del suelo.

- Espero que no sigan enseñando eso en las yeshivot... – quiso acabar mi padre la conversación

- Lo cierto es que no voy a discutir contigo, aunque como rabino que soy de la comunidad a la que perteneces, debo recordarte que no hay precepto que niegue la libertad a ningún judío de bien.

- Pero la ley de Moisés ordena honrar a los padres

- Me honra, Jeremiah, me honra que mi hijo lleve su alma judía a la esterilidad del Néguev, porque seguro que dará tanto fruto como los cultivos tan famosos que de allí proceden. – y zanjó la breve discusión dejando a mi padre gruñendo para sí y moviéndose incómodo en su butaca de mimbre virgen.


3 comentarios:

Alberto dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Cristina Sánchez dijo...

Gracias a ti. Nada como un lector para completar una obra.

Anónimo dijo...

Coincido sin duda con Alberto. Este me texto me hizo directamente presentar en mi mente todas y cada una de las escenas que relatás (y eso que no conozco Mea Shearim más q por fotos!)

Muy lindo el texto, y totalmente de acuerdo con la acción emprendida por Shmuel. La fe y el ejercicio de la fe está muy bien... pero como escuché muchas veces, el judaísmo es acción, y un país se reconstruye con "fe en la acción", pero no con ninguna de esas cosas por separado.

Besos del argento judío ;-)