jueves, 3 de mayo de 2007

La Misión

Mira cómo cruza esa barca el río angosto de la espesa selva. Mira cómo se tambalea suavemente, llevando de lado a lado las desilusiones de esos niños sin tierra, sin ropa, sin lágrimas… El agua está cubierta de flores acuáticas, de hierbas, de lanzas, de instrumentos que una vez dieron verdadera vida a la misión. Otros niños que se aproximan intentan rescatar algunos recuerdos de su pueblo, mientras la sombra de la catástrofe se cierne sobre ellos como la niebla que, poco a poco, va cubriendo el río. Nunca pensé que aquella inmensa densidad pudiera apoderarse de mí del modo en que final e irremediablemente lo hizo; aquéllos que se convertirían en hombres y mujeres descendientes de una colonia alienada, todos aquéllos que corrían y lloraban de aquí para allá, mostrando el lado más humano del salvajismo, pedían una vez más, y otra, alguna ayuda contra el espesor del Amazonas que se oscurecía sobre ellos y les amenazaba con ser los últimos indios que esos árboles jamás conocerían.

Me muero al ver esta generación de niños perdidos. Me niego a creer que pudieran ser peores de en lo que les hemos convertido, y me atrevo a pensar si no hubiera sido mejor haberse sentado junto a ellos en la hierba para comprenderlos, para gozar de su música y respetar sus dioses, si no hubiera sido más enriquecedor atracar nuestros barcos en la playa y coger sus humildes barcas para así continuar juntos el camino y darnos cuenta de que el orgullo ha de quedar en la metrópoli, guardado en esos cofres donde los virreyes ponen a buen recaudo las monedas empañadas, ya no de sangre, sino de odio. Cierro los ojos, los cierro tan fuerte que ya me parece imposible poder estar viendo cómo una niña, la más pequeña de todas, intenta que me suba al bote para no ahogarme en ese reducto de agua fría que me dejaba helado el cuerpo; pero, en su lengua, en aquélla que un día quise destruir, le contesté que no era en ese río hostil donde se me helaba el corazón, sino en la indiferencia y en la frialdad en que habíamos tornado aquella tierra virgen y próspera, en la sombra oscura que, poco a poco, terminaría ocultándonos esa belleza en bruto con la que todos soñamos. No quiero que me dejes despertar, niña, déjame junto a la orilla, ahí, déjame donde nadie pueda ver mi cara de colono.


Madrid, 9.5.02

2 comentarios:

Mónica Armiño dijo...

Eyy, hacía mucho que no colgabas una historia, con lo que me gustan! Además siempre son de temas que me sorprenden. Me gusta entrar en tu blog y descansar leyendo uno de tus post, así desconecto de tanto dibujito.
Un beso :)

Cristina Sánchez dijo...

Muchas gracias, Mónica. La verdad es que ya son muchos años compartiendo dibujos y relatos. Me alegro de que haya unos ojos siguiéndome el rastro, y espero también poder seguir los pasos de tu despliegue artístico. Un abrazo muy fuerte :)