sábado, 21 de abril de 2007

Tarde de domingo

¡Quién tendrá la suerte de ver este paraje! De divisar estas rocas, el acantilado de mi vida, que choca contra el mar con la furia contenida de un muro inamovible por las olas, quién podrá sentir la brisa gélida del Cantábrico atravesando los cristales de mi mirador, de mi lugar de descanso al que me consagro cada domingo en la tarde pensando en qué otros ojos llorosos enjugarán las próximas lágrimas enternecidas ante tal espectáculo. Aquí todos los días parecen domingo: las ventanas empapadas, el paisaje coloreado de flores en un baño de sal que enturbia su brillo, los gatos escondiéndose tras los tejados de las cuadras para esquivar las implacables furias de la lluvia, que golpea el suelo sin piedad una y otra vez, una y otra vez hasta que los charcos puedan reflejar las nubes claras que ha dejado la tormenta... También es domingo en la sala de estar, donde la gran silla, aunque vieja y dura, acuna generaciones y generaciones, donde nunca nadie se sentará y se cubrirá las piernas con una manta gruesa; “hasta que el tiempo se calme”, dicen, “hasta que el tiempo se calme”... Pero no importa, no importa que ayer fuera domingo, ni siquiera que hoy sea domingo y un sopor peligrosamente dulce me suma en una niebla irrevocable... el último atisbo de esperanza estriba en poder ser capaz de esperar un poco más a la silla vacía, con una manta caliente sobre ella. El tiempo no se calma, nunca lo hará, tan sólo esperará a que nosotros lo hagamos... ¿pero cuándo?
No hace mucho que, en esta casa de campo escondida entre los ancianos robles y el incipiente riachuelo que limita la finca, tuvo lugar un incendio, cientos, miles de llamas ardían fulgurosamente en la casa que me vio nacer, unas con otras se entremezclaban y encrespaban pidiendo al cielo que toda la bondad que llevaban debajo y que no había más de comprobarla por sus enormes y expresivos ojos azules no se fuera tan pronto, no abandonara a su suerte a los muchachitos que esperábamos impacientes su mirada tierna, un gesto afectuoso de sus blancas y acogedoras manos, las de una madre, esa dulce criatura que ahora, con el cabello encendido y los ojos asustados y desconsolados, parecía despedirse de quien tanto la necesitaba, de quienes con el tiempo irían reuniéndose con ella quién sabe dónde, quién sabe cuándo... Por aquel entonces y puesto que yo contaba muy pocos años, se me fue repitiendo numerosas veces el porqué de la marcha de madre, que poco tiempo antes ella misma había descrito, pues quería que, al menos yo, supiéramos la razón de su marcha; no podía más que imaginarme ese mundo maravilloso al que alguien se la llevó, “está en el centro de la tierra, una burbuja enorme que nunca estalla y cuyos contornos transparentes se tiñen de azul por los océanos que la rodean, una burbuja que protege a mamá del agua y la tierra, junto a tantos otros, y que le permite vernos siempre que quiera. Así que pórtate bien y no dejes que mamá se ahogue en el océano en un intento de venir a regañarte...” me decía José pacientemente, como si yo fuera a huir de la mirada de mamá como quien evita a un trasgo o esquiva el afilado filo de la guadaña que corta implacable la hierba, de izquierda a derecha, de izquierda a derecha... ¿Para qué hacer tonterías como el resto de los niños? No tenía quién me regañara, la gente a mi alrededor estaba demasiado agotada como para ocuparse de las travesuras de un mocoso cuyas manos apenas alcanzaban a coger un arbeyu, así que no recuerdo que hubiera algún momento en que sintiera la necesidad de llamar la atención en ese aspecto, mucho menos pensando en madre, que podía querer venir a poner orden y acabar de nuevo como la primera vez. De cualquier modo, tampoco hubo tiempo para niñerías, pues tuve que crecer rápido como la espuma, y espabilar antes de lo que madre tenía pensado para mí; al principio quería irme a esa burbuja con ella para quedarme, como quien dice, mirando lo que ocurre en una habitación desde debajo de la cama o la trampa que lleva al sótano, y reírme silenciosamente con ella de cómo el resto de la gente nos buscaba y nos hablaba aún sabiendo que no estábamos allí. “Probes, ¿cuándo se darán cuenta?” diría madre, y seguiría haciendo reír a esa cara de niño confuso que en el fondo era, provocando la pícara sonrisilla que en años posteriores tanto diría de mí mismo...

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